Me preguntan varias personas –y me hago yo también la pregunta- si lo que estamos viviendo en estas horas cabe situarlo en la órbita general del colapso o, al menos, en la antesala de éste. En realidad me he hecho la misma pregunta a menudo, en los últimos meses, cuando he tenido que sopesar la condición de muchos de los movimientos que se han registrado en escenarios dispares. Al fin y al cabo, los chalecos amarillos en Francia y la revuelta chilena –propongo dos ejemplos entre varios-, ¿no bebían en su origen de demandas vinculadas con el encarecimiento de las materias primas energéticas? A decir verdad, no tengo respuestas firmes para esas preguntas o, lo que es lo mismo, ignoro si fenómenos como los mencionados se sitúan en la lógica de funcionamiento normal del capitalismo y sus crisis cíclicas o, por el contrario, remiten a algo más profundo que mucho nos dice sobre el futuro que nos aguarda.
Cuando, tres o cuatro años atrás, escribí Colapso, me referí a dos causas mayores de este último –el cambio climático y el mentado agotamiento de las materias primas energéticas-, no sin identificar otras que, aparentemente secundarias, podrían oficiar como multiplicadores de las tensiones. Y en esa segunda rúbrica situé a epidemias y pandemias, y coloqué, también, la previsible expansión de los cánceres y las enfermedades cardiovasculares. A título provisional –no puede ser de otra manera- no veo motivo mayor para alterar el análisis, tanto más cuanto que, en la trastienda, se hace valer un elemento adicional importante.
Y es que el fortalecimiento del Estado y de las instituciones acompañantes al que asistimos en estas horas no parece ser lo propio del colapso, aunque pudiera serlo, eso sí, de su antesala. Me permito recordar la definición que propuse en el libro que acabo de recordar: “El colapso es un proceso, o un momento, del que se derivan varias consecuencias delicadas: cambios sustanciales, e irreversibles, en muchas relaciones, profundas alteraciones en lo que se refiere a la satisfacción de las necesidades básicas, reducciones significativas en el tamaño de la población humana, una general pérdida de complejidad en todos los ámbitos -acompañada de una creciente fragmentación y de un retroceso de los flujos centralizadores-, la desaparición de las instituciones previamente existentes y, en fin, la quiebra de las ideologías legitimadoras, y de muchos de los mecanismos de comunicación, del orden antecesor”.
Es verdad, claro, que la consideración que acabo de formular en el párrafo anterior tiene un aliento limitado y que, de resultas, el escenario en el que estamos permite otras lecturas. Una de ellas sugerirá, sin ir más lejos, que la ineptitud palmaria de nuestros gobernantes, la inmundicia de la oposición –a la que no se le ocurre reclamar otra cosa que la restauración de una deleznable reforma laboral que en los hechos sigue, infelizmente, en pie- y el intento postrero de reconstruir una pirámide autoritario-represiva no reflejan sino debilidades que a duras penas ocultan la permanente sumisión de los diferentes poderes a los intereses del capital.
Para cerrar el círculo, y en virtud de un camino bien diferente, lo suyo es recordar que de por medio se han hecho valer fenómenos saludables que obligan a no descartar ningún escenario alternativo. Pienso en la reducción operada en los niveles planetarios de contaminación, en la conciencia, cada vez más clara, de los tributos que ha habido que pagar por el deterioro de los servicios sociales, en el freno brutal que ha experimentado en estas semanas la turistificación o, en fin, en la proliferación de redes de apoyo mutuo. Ignoro, claro, si todo esto será flor de un día o, por el contrario, está llamado a perseverar en el tiempo. Entre tanto, no me queda sino confesar que, con todas las cautelas, muchas de las circunstancias que nos rodean en estas horas me han recordado, y poderosamente, a materias de las que hube de ocuparme cuando escribí Colapso.
Carlos Taibo | El lector desmemoriado
15/03/2020
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